Cañas y barro
Este libro ha nacido del desgarrador grito de indignación e impotencia que me invadió al ser testigo directo de las devastadoras imágenes de la inundación del 29 de octubre en L'Horta Sud. Aquella tarde-noche, un martes de horror, concluyó con la pérdida de más de 220 vidas, oficialmente reconocidas, mientras que aún hay más de 100 desaparecidos que, como fantasmas, nos acechan en la oscuridad de nuestra memoria colectiva.
Valencia, esta tierra que ha sido testigo de milenios de desastres naturales, es una víctima eterna de las riadas. La propia ciudad de Valencia, como hija del caos, fue fundada sobre los aluviones de tierra arrastrados por las furiosas aguas del río Turia. Como el Nilo que otorga su riqueza a las tierras que riega, esas aguas han dado a nuestra provincia su fertilidad y su grandeza. Pero a un precio devastador: cada inundación arrastra consigo no solo barro y cañas, sino también vidas, esperanzas y sueños.
Sin embargo, Valencia es también una tierra de valientes. La propia Roma la bautizó como Valentia, un nombre que no solo refleja la fortaleza de su pueblo, sino también la capacidad de sus habitantes para resistir los embates de la naturaleza y salir siempre adelante. Desde tiempos de la conquista romana, la ciudad ha sido un símbolo de lucha, resistencia y perseverancia. Los valencianos, al igual que sus antepasados, han aprendido a sobrevivir a las adversidades, a levantarse de las ruinas, porque en cada rincón de esta tierra late un espíritu inquebrantable.
Y yo, impotente ante la magnitud de este horror, quedé paralizado. El miedo me envolvió, como una niebla espesa que me ahogaba. Me sentía muerto en vida, incapaz de moverme, sin apetito, sin ganas de seguir. El dolor de la tragedia, tan cercano, tan real, me destrozaba por dentro. Y sin embargo, escribir fue lo único que pude hacer para intentar calmarme, para encontrar algún vestigio de cordura en medio del caos. Las lágrimas caían sin control, pero mis manos no dejaron de escribir hasta que esta obra estuvo concluida. Cada palabra fue un intento de exorcizar la tristeza, de dar forma a un dolor tan profundo que no encontraba consuelo.
Como autor de “Blasco Ibáñez desvelado”, ya había estudiado en detalle eventos históricos, incluyendo la devastadora riada de 1864, una de las primeras documentadas en la Ribera Alta, cuando el río Júcar desbordó y causó graves daños en localidades como Alzira. Esta inundación fue solo el inicio de una serie de tragedias: en 1879, la Riada de San Carlos golpeó nuevamente a la región, llevándose infraestructuras y cultivos. Los desbordamientos continuaron en 1922 y 1926, dejando una marca de destrucción y afectando tanto las tierras agrícolas como las zonas urbanas.
Más adelante, en 1957, la famosa riada de Valencia causó una catástrofe regional, afectando extensamente también a Alzira. Años después, en 1982, la rotura del pantano de Tous provocó otra gran inundación en Alzira, “la pantanada”, que dañó propiedades y trajo consigo enormes pérdidas. Finalmente, la riada de 1987 volvió a azotar la región. Recuerdo bien este episodio, ya que tuve la oportunidad de contribuir a restaurar la subestación de Alzira y devolver la electricidad a numerosos pueblos afectados por el apagón masivo en plena crisis, un esfuerzo que dejó una profunda huella en la comunidad.
En medio de los trabajos de recuperación en la subestación de Alzira tras la riada de 1987, los técnicos y operarios compartían relatos que reflejaban la magnitud de aquella tragedia. Uno de ellos, profundamente impactante, describía cómo el operador de la subestación, al ver el nivel del agua subir imparablemente, se vio obligado a abandonar el edificio a nado, ya entrada la noche. No era tarea fácil: el cuadro de mando, ubicado en un segundo piso a mas de cinco metros de altura, había quedado cubierto por el agua. Sin el sistema de telemando, inoperativo en esa época, era necesario que el operador ejecutara manualmente todas las órdenes que llegaban desde el centro regional de control. La precariedad y las limitaciones tecnológicas hicieron de aquella noche una prueba de resistencia y de ingenio.
Durante el día, el agua fue invadiendo la subestación, y las líneas de 11 KV y 20 KV, incapaces de soportar el impacto, fueron las primeras en caer, literalmente explotando al contacto con el agua. Una a una, las líneas más potentes de 66 KV y 138 KV siguieron el mismo destino, incapaces de resistir. La política en aquel momento era no desconectar nada preventivamente, confiando en la infraestructura hasta que el agua alcanzara los niveles energizados, provocando así desconexiones incontroladas. La situación en el control local era crítica, y, como me contaron, el operador, viendo cómo el agua alcanzaba los sistemas eléctricos, no tuvo otra opción que salvar su vida nadando fuera del edificio desde el segundo piso.
Todavía recuerdo vívidamente los niveles del agua marcados en los azulejos de las escaleras de la torre anexa al edificio de control usado para distribuir el cableado. En ese espacio, un testimonio silencioso de las riadas del 82 y del 87 se mantenía grabado en esos azulejos, como un recordatorio de la fuerza destructiva del agua y de la resistencia de aquellos que lograron enfrentarla.
En Valencia, como ven, hemos sufrido en nuestras carnes muchas inundaciones, lo llevamos en el ADN, pero eso no quita para entender que estamos en el siglo XXI y que la tecnologia debería servir para intentar paliar los efectos de estas gotas frías cíclicas. Vemos sin embargo que se está utilizando para manipular el clima y así amplificar la creencia en las mentes de las personas que sufren estas tragedias en el renombrado “Cambio Climático”. Como parece que la cosa se enfría tuvieron que quitarle el antiguo nombre de “Calentamiento Global”, ¿se acuerdan?
Resulta terrible siquiera pensar en que existan psicopatas capaces de crear este tipo de eventos o por lo menos amplificarlos y gracias al denegamiento de ayuda empeorarlos hasta lograr sus objetivos criminales.
Decía el tuitero “Váitovek ha vuelto” que “lo de Valencia no es "incompetencia", "indiferencia", "vergüenza" o "indignante". Eso para el parvulario. Es un CRIMEN DE ESTADO MASIVO DE DENEGACIÓN DOLOSA DEL AUXILIO DEBIDO, prevaricación y homicidio y daños por dicha denegación dolosa.”
Ese martes por la tarde, con la inquietud del aviso de mi propia mujer, abrí la aplicación Windy y revisé el pronóstico de tormentas sobre la zona de Valencia. La alerta roja de la AEMET advertía lluvias torrenciales en la zona, pero el radar mostraba algo desconcertante: las nubes, en vez de descargar su furia sobre las áreas previstas, parecían caprichosas, desplazándose a través de la península sin afectar a Valencia o difuminandose al atravesar Alicante y Murcia, sin apenas precipitación. La gente, confiada, siguió con su rutina diaria, creyendo que la amenaza se desvanecía, que las alertas eran un eco vacío. Ya saben, como en el cuento de Pedro y el lobo. Solo unos pocos privilegiados, en su mayoría funcionarios avisados por el Estado, optaron por no asistir a sus trabajos.
Al avanzar el día, la calma era solo un espejismo. En casa notamos una humedad terrible y también la presencia en el aire de un polvo fino que opacó el brillo del suelo de terrazo. Mi esposa, preocupada, decidió hacer regresar a nuestra hija de una zona cercana a las posibles riadas, sin saber que, aunque la tormenta no llegara hasta nuestro hogar, la catástrofe ya se fraguaba en las montañas. Eran las cinco de la tarde cuando miré al horizonte y seguía sin llover en Valencia. Al poco llegó nuestra hija que totalmente ajena a nuestra preocupación volvía de comer con sus amigos muy cerca de uno de los puntos negros de la riada. Afortunadamente la Universidad había suspendido las clases.
En la aplicación del móvil noté una formación de nubes extrañas, casi inertes, alineadas como un ejército oscuro, se mantuvieron en línea mientras no paraba de entrar viento húmedo desde el Mediterráneo. Las nubes que estaban en la montaña se alimentaron gracias a esos vientos, que imparables, les proporcionarán la munición. Descargaban con una furia implacable, sin avanzar un milímetro, dejando caer más de 400 litros por metro cuadrado durante más de dos horas sobre la misma franja de terreno.
Todas esas nubes, atrapadas en un corredor invisible, que parecían desplegarse militarmente desde Teruel hasta Albacete, cayeron con precisión cruel sobre las montañas que alimentan el barranco del Poyo. La ironía del momento me arranca un amargo pensamiento: "Qué bien organizado ha tenido que estar el Poyo para hacer semejante desastre." Pero ni siquiera el humor podía aliviar la angustia de esa noche.
Y, mientras tanto, ¿qué hacían nuestras instituciones? Aún resuena en mi mente el comunicado que lanzó la Confederación Hidrográfica del Júcar ese 4 de noviembre a la 1:41 de la tarde en Twitter, como si el silencio de las horas previas no fuera ya un grito ensordecedor.
“Datos disponibles proporcionados por la Confederación Hidrográfica del Júcar durante la DANA
• El organismo de gestión de la cuenca hidrográfica del Júcar no tiene entre sus competencias la emisión de alertas públicas por riesgo de crecidas y avenidas
• Las competencias de alertas a la población corresponden a los servicios de emergencias coordinados por las comunidades autónomas
Las confederaciones hidrográficas tienen entre sus competencias medir y proporcionar datos actualizados en dos instancias: datos de pluviometría y el nivel de los cauces, técnicamente calificado como "aforo". Entre sus competencias no está la de emitir las alertas públicas en materia hidrológica. Son las autoridades competentes en materia de protección civil las responsables de evaluar las posibles afecciones de ese riesgo fisico en la población y en el entorno, y, por tanto, de emitir los avisos que corresponda y adoptar las medidas de protección que consideren más adecuadas en cada caso.
Las confederaciones hidrográficas cuentan con una red automática de información hidrológica (SAIH) que permite monitorizar caudales permanentemente para que las autoridades de emergencias valoren la afección concreta sobre el territorio y determinen actuaciones para prevenir daños. Para realizar esta valoración cuentan también con datos meteorológicos de predicción proporcionados por la AEMET.
En el contexto de esta DANA, los servicios de medición de la Confederación Hidrográfica del Júcar proporcionaron los datos del nivel de los cauces de los ríos. En consecuencia, ante la primera crecida del Barranco del Poyo que se produjo en torno a las 12:30 horas del martes 29 de noviembre, el Centre de Coordinació d'Emergències de la Generalitat Valenciana emitió la alerta hidrológica. En esa alerta se advertía a la ciudadanía del peligro de acercarse a riberas y barrancos.
Este peligro venía precedido por una alerta roja de la AEMET emitida a las 7:31 horas de la mañana del martes.
En las siguientes horas, los datos reflejan una disminución progresiva del caudal del Barranco del Poyo:
12:07 h.264 m3/s
13:20 h. 120 m3/s
14:35 h. 55,86 m3/s
15:50 h. 28,70 m3/s
Estos datos no supusieron ninguna desactivación de la alerta emitida por el Centre de Coordinació d'Emergències de la Generalitat Valenciana. Son únicamente datos objetivos de medición de aforo.
A partir de las 17 horas se detecta un aumento brusco del caudal del Barranco del Poyo. A las 17:30 horas alcanza el mismo nivel de aforo que motívó la alerta emitida por el Centre de Coordinació d'Emergències de la Generalitat Valenciana del mediodía. Sin embargo, esta vez las autoridades autonómicas no emitieron una nueva alerta.
A las 18:55 el caudal alcanzó 2.282 m3/s, en ese momento la fuerza del agua, que venía reflejándose desde dos horas antes, acaba por arrastrar los sistemas de medición.
Las autoridades competentes contaron con la predicción meteorológica proporcionada por la AEMET y los datos de las consecuencias de esa predicción, es decir, el aumento del caudal en el Barranco del Poyo, especialmente peligrosas desde las 17 horas.”
Así es como nos tratan las instituciones, como si nuestras vidas y nuestro dolor fueran apenas un número en una gráfica. La Confederación Hidrográfica del Júcar parece haberse lavado las manos con increíble ligereza. A las 18:55, cuando el caudal alcanzó los 2832 m³/s, la fuerza del agua arrancó el sensor de medición, dejándonos sin datos en el momento más crítico. Pero, al parecer, esto no fue motivo de alarma para ellos. En su comparación histórica, mencionan con aparente tranquilidad que la riada de San Carlos de 1864 alcanzó 13,000 m³/s y la pantanada de 1982 tuvo un caudal de 8,500 m³/s. Por supuesto, nada de esto debía parecernos relevante o urgente.
Y luego, cuando el gobierno dio su aviso a las 20:11, horas después de que la situación ya fuera crítica, todos debíamos sentirnos agradecidos. Pero aún hay más. En su comunicado oficial en Twitter, adjuntaron una gráfica donde el eje de ordenadas estaba escalado en 200 m³/s, un error de proporciones grotescas. ¿Cómo reaccionaron al descubrir el fallo? Lo lamentaron y lo corrigieron, como si un cero de más o de menos, o un cambio en el orden de magnitud, fuera algo sin importancia.
Yo, un simple FP2, detecté el peligro mucho antes, cuando a las cinco de la tarde el cielo se llenó de nubes y el torrente de lluvia empezó a caer sin piedad en las montañas que alimentan al barranco del Poyo. Llamé a mi familia, porque así es como las familias se cuidan. ¿No es eso lo que se supone que deben hacer también el Estado y las instituciones?
Esto no ha sido un accidente de la madre naturaleza, ni ha sido provocado por los pedos de las vacas o los escapes de nuestros vehículos…esto tiene toda la pinta de ser premeditado para causar el máximo daño.
El barranco de El Poyo está catalogado oficialmente como Área de Alto Riesgo Potencial Significativo de Inundación (ARPSI), y no sin motivo: ha provocado inundaciones 99 veces en el pasado, la última en 2015. ¿Acaso no hay nadie al mando cuando sabemos que este cauce tiene un historial tan devastador? En una tormenta de proporciones anunciadas desde hacía días, con el cambio climático como telón de fondo, ¿no había nadie vigilando que el caudal del barranco no se desbordara por centésima vez?
¿Será posible que los funcionarios consideren que su deber termina con el envío de un simple correo electrónico ante una inminente catástrofe? Ese barro llegó a un kilómetro de mi hogar; la zona cero se encuentra a solo cuatro. El barranco de El Poyo amenaza un territorio que cubre municipios enteros: Alaquàs, Albal, Aldaia, Alfafar, Benaguasil, Benetússer, Bugarra, Catarroja, Cheste, Chiva, Gestalgar, Llocnou de la Corona, Manises, Massanassa, Mislata, Paiporta, Paterna, Pedralba, Picanya, Quart de Poblet, Riba-Roja de Túria, Sedaví, Silla, Solla. Seguro que les sonaran algunos de ellos por salir por TV. Por ver a algunas estrellas televisivas que se han puesto traje negro de fiesta con brillos para meterles a vds en la dinámica del terror y la pena. Mis lágrimas ya se han agotado, y ahora solo quiero exigir respuestas, responsabilidades.
La cifra total de habitantes de estas poblaciones ronda los 455,850. ¿Acaso a nadie se le ocurrió advertir a medio millón de personas de la crecida incontrolable, sin diques de contención, sin embalses, con barrancos llenos de maleza y cañaverales acumulados y sin un plan de desagüe efectivo? Esta es la advertencia que recibimos el 29 de octubre a las 18:43: "Para su conocimiento, la crecida está siendo muy rápida." Un mensaje tan sencillo como insuficiente. Parecía faltarles un “buecencia” al final.
Ya no hay marcha atrás. Las vidas perdidas y los daños materiales son inmensos e inevitables. Pero alguien tiene que responder, alguien debe asumir la culpa, no solo por lo que pasó, sino también por lo que pretenden que vuelva a ocurrir.
Mucho nos tememos que todo esto, la desidia, la negación de auxilio e incluso nos atrevemos a decir que la ejecución mediante geoingeniería para potenciar las lluvias es parte de un plan para llevar a cabo los objetivos de esa mal llamada élite. Élite psicopatocratica de la que venimos hablando en este libro, los Illuminati o como demonios quieran ellos llamarse.
Tienen un plan e intentarán obligarnos a aceptarlo. Los confinamientos climáticos ya están aqui y también las “vacunas obligatorias” debido a ese abandono institucional que busca enfermar a los valencianos o por lo menos convencerles de que están enfermos. Los montones de basura que hay en las calles desde el primer dia donde se mezclan residuos biológicos, químicos y barro son el caldo de cultivo idóneo para ello. Mas de una semana más tarde siguen allí y vemos a todas las cadenas de Tv hacer que sus reporteros, no las super estrellas televisivas, esas no, que los reporteros se calcen un bozal. Todo el que quiera salir por TV debe llevar su bozal bien apretado.
Dios no ha abandonado a los valencianos; que no teman a ninguna pandemia de tétanos, cólera o tifus. El Sol volverá a salir y alumbrará el camino de regreso a la vida, como lo ha hecho siempre después de la tormenta. Pero esta vez, el agua no se ha llevado solo nuestras cosechas ni nuestras posesiones: se ha llevado la paz de nuestros hogares y el esfuerzo de generaciones. Las mismas cañas y barro que Blasco Ibáñez describió en “Cañas y Barro” como materiales humildes, con los que se erguían las barracas que han sido el corazón de la vida valenciana, hoy han regresado en forma de desolación. Ya no son el refugio de los sueños de aquellos que trabajaban la tierra, sino que ahora, en un giro trágico, esas mismas cañas y barro han sido las armas de una naturaleza que, sin compasión, nos recuerda lo frágiles que somos. Cañas que antes eran pared, y barro que antes era suelo, hoy se han convertido en símbolos de la pérdida, de un amor arrancado por la furia de un agua implacable que arrasó sin piedad.
No olvidemos, sin embargo, que la luz de la mañana disipará las sombras, y Valencia volverá a ponerse de pie, como lo ha hecho siempre. El barro secará, las cañas se retirarán, pero el amor por esta tierra, ese, no se lo llevará jamás ninguna tormenta.
Ramón Valero, escrito el 7 de noviembre de 2024.
Este libro ha nacido del desgarrador grito de indignación e impotencia que me invadió al ser testigo directo de las devastadoras imágenes de la inundación del 29 de octubre en L'Horta Sud. Aquella tarde-noche, un martes de horror, concluyó con la pérdida de más de 220 vidas, oficialmente reconocidas, mientras que aún hay más de 100 desaparecidos que, como fantasmas, nos acechan en la oscuridad de nuestra memoria colectiva.
Valencia, esta tierra que ha sido testigo de milenios de desastres naturales, es una víctima eterna de las riadas. La propia ciudad de Valencia, como hija del caos, fue fundada sobre los aluviones de tierra arrastrados por las furiosas aguas del río Turia. Como el Nilo que otorga su riqueza a las tierras que riega, esas aguas han dado a nuestra provincia su fertilidad y su grandeza. Pero a un precio devastador: cada inundación arrastra consigo no solo barro y cañas, sino también vidas, esperanzas y sueños.
Sin embargo, Valencia es también una tierra de valientes. La propia Roma la bautizó como Valentia, un nombre que no solo refleja la fortaleza de su pueblo, sino también la capacidad de sus habitantes para resistir los embates de la naturaleza y salir siempre adelante. Desde tiempos de la conquista romana, la ciudad ha sido un símbolo de lucha, resistencia y perseverancia. Los valencianos, al igual que sus antepasados, han aprendido a sobrevivir a las adversidades, a levantarse de las ruinas, porque en cada rincón de esta tierra late un espíritu inquebrantable.
Y yo, impotente ante la magnitud de este horror, quedé paralizado. El miedo me envolvió, como una niebla espesa que me ahogaba. Me sentía muerto en vida, incapaz de moverme, sin apetito, sin ganas de seguir. El dolor de la tragedia, tan cercano, tan real, me destrozaba por dentro. Y sin embargo, escribir fue lo único que pude hacer para intentar calmarme, para encontrar algún vestigio de cordura en medio del caos. Las lágrimas caían sin control, pero mis manos no dejaron de escribir hasta que esta obra estuvo concluida. Cada palabra fue un intento de exorcizar la tristeza, de dar forma a un dolor tan profundo que no encontraba consuelo.
Como autor de “Blasco Ibáñez desvelado”, ya había estudiado en detalle eventos históricos, incluyendo la devastadora riada de 1864, una de las primeras documentadas en la Ribera Alta, cuando el río Júcar desbordó y causó graves daños en localidades como Alzira. Esta inundación fue solo el inicio de una serie de tragedias: en 1879, la Riada de San Carlos golpeó nuevamente a la región, llevándose infraestructuras y cultivos. Los desbordamientos continuaron en 1922 y 1926, dejando una marca de destrucción y afectando tanto las tierras agrícolas como las zonas urbanas.
Más adelante, en 1957, la famosa riada de Valencia causó una catástrofe regional, afectando extensamente también a Alzira. Años después, en 1982, la rotura del pantano de Tous provocó otra gran inundación en Alzira, “la pantanada”, que dañó propiedades y trajo consigo enormes pérdidas. Finalmente, la riada de 1987 volvió a azotar la región. Recuerdo bien este episodio, ya que tuve la oportunidad de contribuir a restaurar la subestación de Alzira y devolver la electricidad a numerosos pueblos afectados por el apagón masivo en plena crisis, un esfuerzo que dejó una profunda huella en la comunidad.
En medio de los trabajos de recuperación en la subestación de Alzira tras la riada de 1987, los técnicos y operarios compartían relatos que reflejaban la magnitud de aquella tragedia. Uno de ellos, profundamente impactante, describía cómo el operador de la subestación, al ver el nivel del agua subir imparablemente, se vio obligado a abandonar el edificio a nado, ya entrada la noche. No era tarea fácil: el cuadro de mando, ubicado en un segundo piso a mas de cinco metros de altura, había quedado cubierto por el agua. Sin el sistema de telemando, inoperativo en esa época, era necesario que el operador ejecutara manualmente todas las órdenes que llegaban desde el centro regional de control. La precariedad y las limitaciones tecnológicas hicieron de aquella noche una prueba de resistencia y de ingenio.
Durante el día, el agua fue invadiendo la subestación, y las líneas de 11 KV y 20 KV, incapaces de soportar el impacto, fueron las primeras en caer, literalmente explotando al contacto con el agua. Una a una, las líneas más potentes de 66 KV y 138 KV siguieron el mismo destino, incapaces de resistir. La política en aquel momento era no desconectar nada preventivamente, confiando en la infraestructura hasta que el agua alcanzara los niveles energizados, provocando así desconexiones incontroladas. La situación en el control local era crítica, y, como me contaron, el operador, viendo cómo el agua alcanzaba los sistemas eléctricos, no tuvo otra opción que salvar su vida nadando fuera del edificio desde el segundo piso.
Todavía recuerdo vívidamente los niveles del agua marcados en los azulejos de las escaleras de la torre anexa al edificio de control usado para distribuir el cableado. En ese espacio, un testimonio silencioso de las riadas del 82 y del 87 se mantenía grabado en esos azulejos, como un recordatorio de la fuerza destructiva del agua y de la resistencia de aquellos que lograron enfrentarla.
En Valencia, como ven, hemos sufrido en nuestras carnes muchas inundaciones, lo llevamos en el ADN, pero eso no quita para entender que estamos en el siglo XXI y que la tecnologia debería servir para intentar paliar los efectos de estas gotas frías cíclicas. Vemos sin embargo que se está utilizando para manipular el clima y así amplificar la creencia en las mentes de las personas que sufren estas tragedias en el renombrado “Cambio Climático”. Como parece que la cosa se enfría tuvieron que quitarle el antiguo nombre de “Calentamiento Global”, ¿se acuerdan?
Resulta terrible siquiera pensar en que existan psicopatas capaces de crear este tipo de eventos o por lo menos amplificarlos y gracias al denegamiento de ayuda empeorarlos hasta lograr sus objetivos criminales.
Decía el tuitero “Váitovek ha vuelto” que “lo de Valencia no es "incompetencia", "indiferencia", "vergüenza" o "indignante". Eso para el parvulario. Es un CRIMEN DE ESTADO MASIVO DE DENEGACIÓN DOLOSA DEL AUXILIO DEBIDO, prevaricación y homicidio y daños por dicha denegación dolosa.”
Ese martes por la tarde, con la inquietud del aviso de mi propia mujer, abrí la aplicación Windy y revisé el pronóstico de tormentas sobre la zona de Valencia. La alerta roja de la AEMET advertía lluvias torrenciales en la zona, pero el radar mostraba algo desconcertante: las nubes, en vez de descargar su furia sobre las áreas previstas, parecían caprichosas, desplazándose a través de la península sin afectar a Valencia o difuminandose al atravesar Alicante y Murcia, sin apenas precipitación. La gente, confiada, siguió con su rutina diaria, creyendo que la amenaza se desvanecía, que las alertas eran un eco vacío. Ya saben, como en el cuento de Pedro y el lobo. Solo unos pocos privilegiados, en su mayoría funcionarios avisados por el Estado, optaron por no asistir a sus trabajos.
Al avanzar el día, la calma era solo un espejismo. En casa notamos una humedad terrible y también la presencia en el aire de un polvo fino que opacó el brillo del suelo de terrazo. Mi esposa, preocupada, decidió hacer regresar a nuestra hija de una zona cercana a las posibles riadas, sin saber que, aunque la tormenta no llegara hasta nuestro hogar, la catástrofe ya se fraguaba en las montañas. Eran las cinco de la tarde cuando miré al horizonte y seguía sin llover en Valencia. Al poco llegó nuestra hija que totalmente ajena a nuestra preocupación volvía de comer con sus amigos muy cerca de uno de los puntos negros de la riada. Afortunadamente la Universidad había suspendido las clases.
En la aplicación del móvil noté una formación de nubes extrañas, casi inertes, alineadas como un ejército oscuro, se mantuvieron en línea mientras no paraba de entrar viento húmedo desde el Mediterráneo. Las nubes que estaban en la montaña se alimentaron gracias a esos vientos, que imparables, les proporcionarán la munición. Descargaban con una furia implacable, sin avanzar un milímetro, dejando caer más de 400 litros por metro cuadrado durante más de dos horas sobre la misma franja de terreno.
Todas esas nubes, atrapadas en un corredor invisible, que parecían desplegarse militarmente desde Teruel hasta Albacete, cayeron con precisión cruel sobre las montañas que alimentan el barranco del Poyo. La ironía del momento me arranca un amargo pensamiento: "Qué bien organizado ha tenido que estar el Poyo para hacer semejante desastre." Pero ni siquiera el humor podía aliviar la angustia de esa noche.
Y, mientras tanto, ¿qué hacían nuestras instituciones? Aún resuena en mi mente el comunicado que lanzó la Confederación Hidrográfica del Júcar ese 4 de noviembre a la 1:41 de la tarde en Twitter, como si el silencio de las horas previas no fuera ya un grito ensordecedor.
“Datos disponibles proporcionados por la Confederación Hidrográfica del Júcar durante la DANA
• El organismo de gestión de la cuenca hidrográfica del Júcar no tiene entre sus competencias la emisión de alertas públicas por riesgo de crecidas y avenidas
• Las competencias de alertas a la población corresponden a los servicios de emergencias coordinados por las comunidades autónomas
Las confederaciones hidrográficas tienen entre sus competencias medir y proporcionar datos actualizados en dos instancias: datos de pluviometría y el nivel de los cauces, técnicamente calificado como "aforo". Entre sus competencias no está la de emitir las alertas públicas en materia hidrológica. Son las autoridades competentes en materia de protección civil las responsables de evaluar las posibles afecciones de ese riesgo fisico en la población y en el entorno, y, por tanto, de emitir los avisos que corresponda y adoptar las medidas de protección que consideren más adecuadas en cada caso.
Las confederaciones hidrográficas cuentan con una red automática de información hidrológica (SAIH) que permite monitorizar caudales permanentemente para que las autoridades de emergencias valoren la afección concreta sobre el territorio y determinen actuaciones para prevenir daños. Para realizar esta valoración cuentan también con datos meteorológicos de predicción proporcionados por la AEMET.
En el contexto de esta DANA, los servicios de medición de la Confederación Hidrográfica del Júcar proporcionaron los datos del nivel de los cauces de los ríos. En consecuencia, ante la primera crecida del Barranco del Poyo que se produjo en torno a las 12:30 horas del martes 29 de noviembre, el Centre de Coordinació d'Emergències de la Generalitat Valenciana emitió la alerta hidrológica. En esa alerta se advertía a la ciudadanía del peligro de acercarse a riberas y barrancos.
Este peligro venía precedido por una alerta roja de la AEMET emitida a las 7:31 horas de la mañana del martes.
En las siguientes horas, los datos reflejan una disminución progresiva del caudal del Barranco del Poyo:
12:07 h.264 m3/s
13:20 h. 120 m3/s
14:35 h. 55,86 m3/s
15:50 h. 28,70 m3/s
Estos datos no supusieron ninguna desactivación de la alerta emitida por el Centre de Coordinació d'Emergències de la Generalitat Valenciana. Son únicamente datos objetivos de medición de aforo.
A partir de las 17 horas se detecta un aumento brusco del caudal del Barranco del Poyo. A las 17:30 horas alcanza el mismo nivel de aforo que motívó la alerta emitida por el Centre de Coordinació d'Emergències de la Generalitat Valenciana del mediodía. Sin embargo, esta vez las autoridades autonómicas no emitieron una nueva alerta.
A las 18:55 el caudal alcanzó 2.282 m3/s, en ese momento la fuerza del agua, que venía reflejándose desde dos horas antes, acaba por arrastrar los sistemas de medición.
Las autoridades competentes contaron con la predicción meteorológica proporcionada por la AEMET y los datos de las consecuencias de esa predicción, es decir, el aumento del caudal en el Barranco del Poyo, especialmente peligrosas desde las 17 horas.”
Así es como nos tratan las instituciones, como si nuestras vidas y nuestro dolor fueran apenas un número en una gráfica. La Confederación Hidrográfica del Júcar parece haberse lavado las manos con increíble ligereza. A las 18:55, cuando el caudal alcanzó los 2832 m³/s, la fuerza del agua arrancó el sensor de medición, dejándonos sin datos en el momento más crítico. Pero, al parecer, esto no fue motivo de alarma para ellos. En su comparación histórica, mencionan con aparente tranquilidad que la riada de San Carlos de 1864 alcanzó 13,000 m³/s y la pantanada de 1982 tuvo un caudal de 8,500 m³/s. Por supuesto, nada de esto debía parecernos relevante o urgente.
Y luego, cuando el gobierno dio su aviso a las 20:11, horas después de que la situación ya fuera crítica, todos debíamos sentirnos agradecidos. Pero aún hay más. En su comunicado oficial en Twitter, adjuntaron una gráfica donde el eje de ordenadas estaba escalado en 200 m³/s, un error de proporciones grotescas. ¿Cómo reaccionaron al descubrir el fallo? Lo lamentaron y lo corrigieron, como si un cero de más o de menos, o un cambio en el orden de magnitud, fuera algo sin importancia.
Yo, un simple FP2, detecté el peligro mucho antes, cuando a las cinco de la tarde el cielo se llenó de nubes y el torrente de lluvia empezó a caer sin piedad en las montañas que alimentan al barranco del Poyo. Llamé a mi familia, porque así es como las familias se cuidan. ¿No es eso lo que se supone que deben hacer también el Estado y las instituciones?
Esto no ha sido un accidente de la madre naturaleza, ni ha sido provocado por los pedos de las vacas o los escapes de nuestros vehículos…esto tiene toda la pinta de ser premeditado para causar el máximo daño.
El barranco de El Poyo está catalogado oficialmente como Área de Alto Riesgo Potencial Significativo de Inundación (ARPSI), y no sin motivo: ha provocado inundaciones 99 veces en el pasado, la última en 2015. ¿Acaso no hay nadie al mando cuando sabemos que este cauce tiene un historial tan devastador? En una tormenta de proporciones anunciadas desde hacía días, con el cambio climático como telón de fondo, ¿no había nadie vigilando que el caudal del barranco no se desbordara por centésima vez?
¿Será posible que los funcionarios consideren que su deber termina con el envío de un simple correo electrónico ante una inminente catástrofe? Ese barro llegó a un kilómetro de mi hogar; la zona cero se encuentra a solo cuatro. El barranco de El Poyo amenaza un territorio que cubre municipios enteros: Alaquàs, Albal, Aldaia, Alfafar, Benaguasil, Benetússer, Bugarra, Catarroja, Cheste, Chiva, Gestalgar, Llocnou de la Corona, Manises, Massanassa, Mislata, Paiporta, Paterna, Pedralba, Picanya, Quart de Poblet, Riba-Roja de Túria, Sedaví, Silla, Solla. Seguro que les sonaran algunos de ellos por salir por TV. Por ver a algunas estrellas televisivas que se han puesto traje negro de fiesta con brillos para meterles a vds en la dinámica del terror y la pena. Mis lágrimas ya se han agotado, y ahora solo quiero exigir respuestas, responsabilidades.
La cifra total de habitantes de estas poblaciones ronda los 455,850. ¿Acaso a nadie se le ocurrió advertir a medio millón de personas de la crecida incontrolable, sin diques de contención, sin embalses, con barrancos llenos de maleza y cañaverales acumulados y sin un plan de desagüe efectivo? Esta es la advertencia que recibimos el 29 de octubre a las 18:43: "Para su conocimiento, la crecida está siendo muy rápida." Un mensaje tan sencillo como insuficiente. Parecía faltarles un “buecencia” al final.
Ya no hay marcha atrás. Las vidas perdidas y los daños materiales son inmensos e inevitables. Pero alguien tiene que responder, alguien debe asumir la culpa, no solo por lo que pasó, sino también por lo que pretenden que vuelva a ocurrir.
Mucho nos tememos que todo esto, la desidia, la negación de auxilio e incluso nos atrevemos a decir que la ejecución mediante geoingeniería para potenciar las lluvias es parte de un plan para llevar a cabo los objetivos de esa mal llamada élite. Élite psicopatocratica de la que venimos hablando en este libro, los Illuminati o como demonios quieran ellos llamarse.
Tienen un plan e intentarán obligarnos a aceptarlo. Los confinamientos climáticos ya están aqui y también las “vacunas obligatorias” debido a ese abandono institucional que busca enfermar a los valencianos o por lo menos convencerles de que están enfermos. Los montones de basura que hay en las calles desde el primer dia donde se mezclan residuos biológicos, químicos y barro son el caldo de cultivo idóneo para ello. Mas de una semana más tarde siguen allí y vemos a todas las cadenas de Tv hacer que sus reporteros, no las super estrellas televisivas, esas no, que los reporteros se calcen un bozal. Todo el que quiera salir por TV debe llevar su bozal bien apretado.
Dios no ha abandonado a los valencianos; que no teman a ninguna pandemia de tétanos, cólera o tifus. El Sol volverá a salir y alumbrará el camino de regreso a la vida, como lo ha hecho siempre después de la tormenta. Pero esta vez, el agua no se ha llevado solo nuestras cosechas ni nuestras posesiones: se ha llevado la paz de nuestros hogares y el esfuerzo de generaciones. Las mismas cañas y barro que Blasco Ibáñez describió en “Cañas y Barro” como materiales humildes, con los que se erguían las barracas que han sido el corazón de la vida valenciana, hoy han regresado en forma de desolación. Ya no son el refugio de los sueños de aquellos que trabajaban la tierra, sino que ahora, en un giro trágico, esas mismas cañas y barro han sido las armas de una naturaleza que, sin compasión, nos recuerda lo frágiles que somos. Cañas que antes eran pared, y barro que antes era suelo, hoy se han convertido en símbolos de la pérdida, de un amor arrancado por la furia de un agua implacable que arrasó sin piedad.
No olvidemos, sin embargo, que la luz de la mañana disipará las sombras, y Valencia volverá a ponerse de pie, como lo ha hecho siempre. El barro secará, las cañas se retirarán, pero el amor por esta tierra, ese, no se lo llevará jamás ninguna tormenta.
Ramón Valero, escrito el 7 de noviembre de 2024.