Se llamaba Juan Yebra y fue nuestro profesor en 4º y 5º de EGB. Uno de los dos cursos -5º, creo- nos dio cuatro asignaturas: Lengua, Matemáticas, Ciencias Sociales y Ciencias Naturales. Para convertirse en omnipresente solo le faltó ser nuestro profe de Deportes. Y no porque anduviera corto de ganas.
A la hora del descanso, el tío se empeñaba en jugar al fútbol con nosotros. A ver quién le decía que no. El Yebra era un chupón. Recogía el balón en su portería y no paraba hasta meter gol en la contraria. Si solo fuera eso… Era, además, un carnicero. Se llevaba por delante a todo el que su pusiese en su camino. Después de cada partido la clase acababa con cuatro o cinco lesionados. Algunos no volvimos a correr detrás de un balón, por el acojone. Cosa distinta fue la literatura.
Lo del Yebra con los libros era locura de amor. A mí, por lo menos, me inoculó el veneno de la lectura, que eclosionaría años más tarde. No cabe imaginárselo como John Keating, de «El club de los poetas muertos», o sea, como un antiguo alumno de la academia Welton, con una estadía de profesor en el instituto Chester de Londres. En Juan se adivinaban unos orígenes humildísimos, como el de tantos hijos del agobio y de la emigración del campo a la ciudad. Corría el rumor de que con el primer sueldo se había comprado su primer abrigo. A veces, en clase, presumía orgulloso de sus logros, como el de mejor expediente en la escuela de magisterio.
Poco nos impresionaba pues para nosotros, retoños de la burguesía condenados a cargar con el peso de un brillante porvenir, el ideal de hombre hecho a sí mismo era aquel que empezaba de botones en un banco y terminaba de presidente. Pero él nunca ambicionó otra cosa que ser profesor. Su vida -ahora lo entiendo, después de tantos años- fue una vida plena.
Y por aquí está la clave de su dura exigencia con nosotros. A él, que había exprimido al máximo las pocas oportunidades que la vida le ofreció, rindiendo el ciento por uno, le sublevaba que nosotros nos instaláramos en la creencia errónea de que nuestra única responsabilidad de mayores sería elegir con cuidado.
Por eso el Yebra nunca nos hubiera animado a arrancar las páginas de un libro de texto; es más, de hacerlo, nos hubiese fulminado con esa mirada suya en oblicuo que ponía cuando se cabreaba y que te hacía desear «tierra, trágame» o, mejor, «tierra, trágale». Si con nosotros adoptaba el papel de sargento de esa mili de la que tanta añoranza guardaba era porque consideraba que éramos lo que debíamos ser: unos tíos.
A la vez, era enormemente afectuoso. No digo que hubiese muerto por nosotros, por parecerle eso una mariconada. Él hubiera matado. Por negarse a hacer acepción de personas o para denunciar una injusticia no habría dudado en entrar sin llamar en los despachos del edificio central, indiferente a jerarquías y organigramas. Siempre se movió por Retamar como lo que fue: el puto amo, con su voz ronca, su metro sesenta y poco y sus dos pares de cojones.
Cuando la pandemia, me acordé de él. Conseguí su teléfono y le llamé. No hablábamos desde el colegio. Le hizo muchísima ilusión, igual que a mí. Quedamos en vernos tan pronto fuera posible. «¿Me lo prometes, Gonzalo?». «Te lo prometo, Juan». Nunca nos vimos. La culpa fue mía por irlo dejando. Le habría dicho lo que ahora, solo que con menos rodeos. Le habría dicho que aquellos fueron los mejores años, los de entonces, los mejores amigos y él, el mejor profesor.
Episodio escrito y narrado por Gonzalo Altozano.
Sonido: César García.
Diseño: Estudio OdZ.
Contacto: [email protected]
Twitter: @GonzaloAltozano
Instagram: @galtozanogf
iVoox, Spotify, Apple.
A la hora del descanso, el tío se empeñaba en jugar al fútbol con nosotros. A ver quién le decía que no. El Yebra era un chupón. Recogía el balón en su portería y no paraba hasta meter gol en la contraria. Si solo fuera eso… Era, además, un carnicero. Se llevaba por delante a todo el que su pusiese en su camino. Después de cada partido la clase acababa con cuatro o cinco lesionados. Algunos no volvimos a correr detrás de un balón, por el acojone. Cosa distinta fue la literatura.
Lo del Yebra con los libros era locura de amor. A mí, por lo menos, me inoculó el veneno de la lectura, que eclosionaría años más tarde. No cabe imaginárselo como John Keating, de «El club de los poetas muertos», o sea, como un antiguo alumno de la academia Welton, con una estadía de profesor en el instituto Chester de Londres. En Juan se adivinaban unos orígenes humildísimos, como el de tantos hijos del agobio y de la emigración del campo a la ciudad. Corría el rumor de que con el primer sueldo se había comprado su primer abrigo. A veces, en clase, presumía orgulloso de sus logros, como el de mejor expediente en la escuela de magisterio.
Poco nos impresionaba pues para nosotros, retoños de la burguesía condenados a cargar con el peso de un brillante porvenir, el ideal de hombre hecho a sí mismo era aquel que empezaba de botones en un banco y terminaba de presidente. Pero él nunca ambicionó otra cosa que ser profesor. Su vida -ahora lo entiendo, después de tantos años- fue una vida plena.
Y por aquí está la clave de su dura exigencia con nosotros. A él, que había exprimido al máximo las pocas oportunidades que la vida le ofreció, rindiendo el ciento por uno, le sublevaba que nosotros nos instaláramos en la creencia errónea de que nuestra única responsabilidad de mayores sería elegir con cuidado.
Por eso el Yebra nunca nos hubiera animado a arrancar las páginas de un libro de texto; es más, de hacerlo, nos hubiese fulminado con esa mirada suya en oblicuo que ponía cuando se cabreaba y que te hacía desear «tierra, trágame» o, mejor, «tierra, trágale». Si con nosotros adoptaba el papel de sargento de esa mili de la que tanta añoranza guardaba era porque consideraba que éramos lo que debíamos ser: unos tíos.
A la vez, era enormemente afectuoso. No digo que hubiese muerto por nosotros, por parecerle eso una mariconada. Él hubiera matado. Por negarse a hacer acepción de personas o para denunciar una injusticia no habría dudado en entrar sin llamar en los despachos del edificio central, indiferente a jerarquías y organigramas. Siempre se movió por Retamar como lo que fue: el puto amo, con su voz ronca, su metro sesenta y poco y sus dos pares de cojones.
Cuando la pandemia, me acordé de él. Conseguí su teléfono y le llamé. No hablábamos desde el colegio. Le hizo muchísima ilusión, igual que a mí. Quedamos en vernos tan pronto fuera posible. «¿Me lo prometes, Gonzalo?». «Te lo prometo, Juan». Nunca nos vimos. La culpa fue mía por irlo dejando. Le habría dicho lo que ahora, solo que con menos rodeos. Le habría dicho que aquellos fueron los mejores años, los de entonces, los mejores amigos y él, el mejor profesor.
Episodio escrito y narrado por Gonzalo Altozano.
Sonido: César García.
Diseño: Estudio OdZ.
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